Planificación, conflicto y capacidad política: los desafíos del desarrollo en América Latina.[1]

Jorge Sotelo[2]

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La última década se ha caracterizado por un aumento importante de la actividad estatal en América Latina. Ya no se concibe al Estado como un problema al que hay que reducir a la mínima expresión. Por el contrario, se reivindica su potencialidad y se lo postula como garante de los intereses de los ciudadanos y principal responsable de la definición de los caminos para alcanzar las soluciones de los problemas de los países de la región. En este contexto asistimos al retorno de la planificación pública en Latinoamérica: muchos países han refundado sus sistemas nacionales o han adoptado planes de mediano / largo plazo en el ámbito sectorial, territorial y global.

Los impulsos planificadores, no obstante, se enfrentan a distintos desafíos. En otros trabajos hemos hecho referencia a problemas de carácter metodológico, dificultades de diseño institucional y obstáculos vinculados a la articulación con otros sistemas de gestión, v. gr., el presupuestario (Sotelo Maciel, 2008; 2012). En esta oportunidad haremos algunas reflexiones de carácter más general que intentan entender las contrariedades que enfrenta la planificación pública en la región. Se trata, es necesario advertir, de generalizaciones que no aplican a todos los casos ya que la heterogeneidad de situaciones es muy amplia. No son comparables las situaciones de Brasil, Colombia o México, que mantuvieron sus sistemas durante los años aciagos del neoliberalismo, con las de los países que desmontaron la institucionalidad de la planificación en los inicios de los años ’90. Aquellos, aun cuando hayan recibido el influjo de las propuestas gerencialistas, mantuvieron la gimnasia y la cultura de la planificación, no perdieron la perspectiva global y procesaron sus propios problemas. Los países que abandonaron la planificación, en cambio, se enfrentan hoy a desafíos obviamente más difíciles. De todos modos, hay aspectos que aun así siguen siendo comunes.

  1. ¿De qué hablamos cuando hablamos de planificación?

¿Cómo harán nuestros países para alcanzar a los países más desarrollados, tanto en el plano económico como respecto de los estándares de bienestar? ¿Es esto posible? ¿Pueden mejorar su posición en la actual división internacional del trabajo? ¿Es esto deseable? ¿O se deben explorar patrones de desarrollo radicalmente diferentes? ¿Cuáles son los caminos del desarrollo en un mundo que se encuentra embarcado en un proceso de crisis sucesivas de final abierto?

Durante los años de posguerra, varios países de Asia iniciaron caminos de desarrollo que los transformaron en importantes jugadores de la economía internacional: Corea del Sur, Taiwán e incluso Singapur y Malasia. En el mismo periodo los países de América Latina no acertaron el camino y aún hoy, después de diez años de importante crecimiento económico, nuestra región sigue siendo una de las más inequitativas del mundo y nuestro desarrollo industrial se encuentra lejos de poder pulsar dignamente en el contexto internacional.

Una primera reflexión está vinculada a las preocupaciones y afanes de la planificación latinoamericana actual. En los últimos tiempos se han incrementado los encuentros, seminarios y congresos sobre planificación pública. El discurso predominante en esos eventos, deudor del New Public Management (NPM) que orientó los procesos de reforma del Estado de fines del siglo XX, está centrado de manera casi exclusiva en cuestiones de métodos e instrumentos, en temas de diseño institucional, en aspectos vinculados al desempeño y su medición, en la articulación con otros sistemas de gestión, en los procesos de participación ciudadana, entre otros.

Estos temas evidentemente tienen importancia, pero su preeminencia oculta el hecho fundamental de que el retorno de la planificación de estos últimos años está asociado a la crisis del ciclo neoliberal y al reinicio de un sendero de desarrollo por parte de los países latinoamericanos. De modo que, aun cuando muchas de las características de la planificación de corte cepalino puedan verse hoy desde una perspectiva crítica, lo que está de regreso es la planificación del desarrollo. Y, por tanto, hablar de planificación significa fundamentalmente intentar responder la pregunta acerca de cómo harán nuestros países para lograr un cambio estructural significativo que les permita acelerar y mejorar el proceso de desarrollo, revertir las relaciones asimétricas y ser más efectivos en la construcción de sus propios y peculiares destinos.

Obviamente, se ha aprendido de las limitaciones de la experiencia planificadora de la segunda mitad del siglo XX. La noción misma de desarrollo ha evolucionado desde una acepción restringida, equivalente a crecimiento económico, hacia un concepto más complejo que involucra además los planos social, ambiental y político. A mediados del siglo XX, la visión predominante concebía al desarrollo como un proceso lineal de crecimiento económico. Esa concepción inicial atravesó los intensos debates del estructuralismo latinoamericano sobre la heterogeneidad de la estructura económica de nuestros países y las relaciones asimétricas entre centro y periferia. Franqueó las lúcidas observaciones de la teoría de la dependencia que concebían el subdesarrollo no como una etapa previa sino como el resultado del desarrollo capitalista de los países industrializados. Recibió los embates de la fuerte crítica ecologista que cuestionó la obsesión por el crecimiento económico y aportó la noción de desarrollo sostenible. Sufrió el impacto paralizante del auge neoliberal, en los ’90. Incorporó el énfasis en la distribución de la riqueza y la satisfacción de las necesidades humanas, asimiló la aparición del concepto de desarrollo humano. Atravesó la crítica radical del posdesarrollo a su propia base ideológica y el cuestionamiento de las nociones de progreso y modernidad. Y finalmente reapareció sorpresivamente en los primeros años del Siglo XXI, como un programa aun abierto a todos los debates[3].

Por otra parte, la planificación pasó por la autocrítica temprana del enfoque estratégico-situacional (Matus, 1983), incorporando los conceptos de conflicto, viabilidad, campo de gobernabilidad y estrategia. Su práctica se extinguió durante el periodo de fuertes cuestionamientos del intervencionismo estatal y su institucionalidad fue desmontada en gran parte de los países de la región. Reapareció remozada, en las llamadas reformas de segunda generación, circunscripta al ámbito institucional, con el propósito de mejorar la eficiencia técnica de los organismos públicos, incorporando técnicas y herramientas del management privado, bajo el influjo dominante del NPM. Estas vicisitudes dejaron sucesos positivos: la planificación ha dejado de ser una práctica de especialistas, circunscripta al ámbito económico, para ser concebida como un proceso de apoyo a las decisiones estratégicas de quienes ejercen funciones de gobierno, es decir, planifica quien gobierna. Pero también han dejado secuelas: la planificación ha perdido no sólo su mirada nacional sino también su vocación de investigación y análisis integral de los problemas públicos que ameritan políticas y sus preocupaciones han quedado reducidas a cuestiones de carácter metodológico, de diseño institucional y de coordinación con los sistemas de gestión (Sotelo, 2012).

Sin embargo, hablar de planificación no es hablar de cómo se diseñan planes, se formulan objetivos y se construyen indicadores, por el contrario es responder preguntas tales como: ¿Cuál debe ser el modelo de desarrollo del país? ¿Cómo alcanzar mayores estándares de bienestar? ¿Qué sectores o actividades traccionan el proceso de crecimiento? ¿Qué tipo de especialización productiva se promueve? ¿Cómo proteger los activos y recursos naturales? ¿Quiénes están llamado a liderar y conducir el proceso de acumulación? ¿Cómo achicar la brecha tecnológica con los países avanzados? ¿Cómo desandar las heterogeneidades existentes entre sectores, al interior de cada sector y en el ámbito territorial? ¿Cómo se articula crecimiento económico y desarrollo en tanto proceso social y cultural? ¿Cuáles son los mecanismos de distribución del ingreso?

 

Pero también preguntas del siguiente tipo: ¿Qué sectores y actividades se ven favorecidos por el modelo y cuáles son perjudicados? ¿Cuáles son los conflictos que se pueden presentar en el despliegue del modelo? ¿En qué medida pueden comprometer la viabilidad del mismo? ¿Qué estrategias se desarrollarán en relación con los diversos actores involucrados?

En general, el marco normativo y los documentos programáticos les asignan a los sistemas de planificación en América Latina dos funciones: a) una vinculada al desarrollo del país -que oscila entre dirigir el proceso de desarrollo, en su versión más fuerte, y promoverlo, en su versión más débil- ; b) otra orientada a introducir mayores cuotas de racionalidad, coherencia y coordinación en la acción pública, a los efectos de lograr procesos más eficientes. En los hechos, ha primado la segunda. Pareciera ser que el objeto de la planificación continúa circunscripto a la acción del aparato público y rara vez toma como epicentro los procesos de desarrollo, de manera rigurosa.

Esto ha sido reforzado, en gran medida, por la influencia del NPM en la región que trasladó el foco de la planificación a la gestión. Los problemas del desarrollo, se descontaba, serían resueltos por el libre accionar de las fuerzas del mercado.

Si no concentra sus esfuerzos en los aspectos estratégicos del desarrollo nacional, la planificación deviene en una práctica inocua, cuyo mayor aporte será organizar un poco la acción pública, generar documentos y algunos no siempre efectivos parámetros de evaluación.

  1. Conflictos del desarrollo, capacidad estatal y planificación

Todos los países que han logrado un importante estadio de desarrollo lo han hecho sobre la base de un fuerte protagonismo del Estado. El Estado ha sido un instrumento estratégico que no ha dudado en intervenir para regular los mercados, abrir o cerrar la economía e impulsar actividades prioritarias, orientando el crédito interno y recurriendo a diversas vías de apoyo. También ha sido protagonista en el desarrollo de los sistemas nacionales de ciencia y tecnología para promover la innovación y la incorporación de conocimientos (Ferrer, 2007).

Un rol de tal tipo demanda cierto grado de autonomía estatal para tomar decisiones y ejecutar acciones en pos de objetivos definidos con independencia de los poderes fácticos (Skocpol, 1985), aun cuando esto implique un grado importante de enraizamiento con actores sociales y económicos críticos para el desarrollo (Evans, 1995). El dilema es si el Estado –y la Administración Pública como la ejecutora de sus mandatos- podrá constituirse en un contrapoder que discipline el capital y proteja a las grandes mayorías de las tendencias más agresivas de la globalización (Blutman y Cao, 2013).

La potencia de un Estado para alcanzar objetivos a pesar de la oposición real o potencial de los factores de poder o en circunstancias socioeconómicas desfavorables, es decir, la efectividad de su autonomía, se encuentra directamente relacionada con las capacidades estatales (Skocpol, 1985). Evidentemente, uno de los desafíos estratégicos de la planificación estatal es incrementar dichas capacidades para que el Estado pueda liderar el proceso de desarrollo.

¿Cuáles son las capacidades estatales críticas? Es evidente que el aporte que la planificación puede hacer en el terreno de las capacidades estatales no puede ser abordado desde la perspectiva de las reformas gerencialistas, dominadas por el concepto de eficiencia y urgidas por aplicar al sector público los principios del management privado. Pero también es necesario superar la perspectiva dominante sobre capacidad estatal que ha hecho énfasis de manera casi exclusiva en las capacidades burocráticas. Las capacidades administrativas, técnicas, organizacionales, de recursos humanos y de provisión de bienes y servicios son imprescindibles para el buen desarrollo de las políticas públicas, pero no son suficientes para afianzar el control del Estado sobre las variables críticas del desarrollo nacional con independencia de los poderes fácticos.

 

Diversas tipologías de capacidades estatales se han propuesto en las dos últimas décadas; para el propósito de este trabajo, es útil la distinción que hace Repetto (2003) entre dos grandes tipos de capacidades estatales: la administrativa y la política. La mayor parte de los estudios se han centrado en la primera, con el foco puesto en la eficacia técnico-administrativa, que se asocia a los aspectos organizativos, procedimentales y de recursos humanos del aparato estatal.

Así Sikkink (1993) le da un alcance determinado en esa dirección, al entenderla como la eficacia administrativa del aparato estatal para instrumentar sus objetivos oficiales, resaltando para ello los factores organizativos y de procedimiento de recursos humanos, que regulan aspectos tales como el reclutamiento, la promoción, los salarios y el escalafón. Geddes (1994) la asocia también a los méritos de los equipos burocráticos y la calidad del sistema de reglas de juego que estructuran su vínculo con la dirigencia política. Grindle (1997), por su parte, resalta la importancia del desarrollo de los recursos humanos y del aparato organizacional estatal. En esa misma línea argumentativa, Evans (1996) define lo que llama “coherencia interna”, enfatizando que para lograr la eficacia burocrática resulta decisivo la concentración de los expertos, a través del reclutamiento basado en el mérito y las oportunidades ofrecidas para obtener promociones y ascensos de una carrera profesional de largo plazo (Repetto, 2003: 10-11).

Esta línea es la que han profundizado los organismos internacionales cuando hicieron suyo el objetivo de construcción de capacidades estatales, entendido fundamentalmente como fortalecimiento institucional, con la finalidad de que el Estado pueda cumplir de manera adecuada con sus funciones básicas.

Ante el riesgo de tomar capacidad estatal como sinónimo de capacidad administrativa, aplicando el concepto sólo fronteras adentro del Estado, Repetto señala la necesidad de dar un paso más, desde el punto de vista analítico: abordar el concepto de capacidad política al mismo tiempo que el de capacidad técnico-administrativa. Subraya, además, la primacía de la política en la conducción de los asuntos públicos y la recuperación del papel de la sociedad en su definición y gestión (Repetto, 2003). En realidad, Repetto toma el concepto de Grindle (1996) que diferencia entre capacidades administrativas, técnicas, institucionales y políticas; pero al subsumirlas en dos grandes tipos recupera la persistente dicotomía política / administración, lo que de alguna manera recuerda la existencia de dos campos de naturaleza diferentes, que constituyen arenas en las que se dirimen conflictos distintos, que convocan a actores diversos y que se estructuran en torno a reglas de juego incontrastables.[4]

Cuando lo que está en juego no está vinculado estrictamente a la prestación de servicios públicos o a la aplicación de regulaciones sino al conflicto entre actores que se deriva del propio proceso de desarrollo, lo que deviene necesario no es la capacidad burocrática -cuyo fortalecimiento forma parte del programa neoweberiano- sino, por el contrario, lo que resulta imprescindible es la capacidad política.

Esta ampliación de la noción de capacidad estatal constituye un avance fundamental. Sin embargo, es necesario examinar el concepto de capacidad política. Las definiciones de Repetto (2003) y de Grindle (1996) enfatizan tres aspectos: a) la respuesta adecuada a las demandas sociales, b) la representación de los intereses sociales y c) la participación social en las decisiones. Grindle agrega un cuarto aspecto, la mediación en los conflictos. Por su parte, Repetto y Alonso enfatizan la relación con el concepto de embeddedness de Evans (1995). Sin embargo, en ningún caso se pone de relieve lo sugerido tempranamente por Skocpol y Evans: la autonomía del Estado en los países emergentes se ve frecuentemente amenazada por los poderes fácticos. Los procesos de desarrollo entrañan conflictos que pueden paralizarlos.

La capacidad política comporta una dimensión crucial que no se resuelve solamente con los aspectos mencionados: implica la solvencia y disposición de los cuadros de gobierno para el direccionamiento estratégico y la gestión de los conflictos que pueden condicionar o comprometer el desarrollo nacional.

Es necesario redescubrir una dimensión que estuvo explícitamente negada por el gerencialismo y soslayada en la heterogénea producción neoweberiana: la política, en tanto acción. Más allá del campo de las instituciones políticas y de las interacciones que ellas regulan, subsiste el ámbito de la acción política, en el que acontecen los conflictos. El concepto de capacidad política debe preservar la tensión original de la palabra “política” que remite tanto a las reglas de juego que intentan ordenar el campo de lo público como al terreno incierto de la contingencia que lo desordena. El plano de los mecanismos institucionales que regulan la vida política, como el sustrato de puja, litigio y conflicto que lo sustenta. Esto implica reconocer no sólo el carácter conflictivo del orden social sino también que el campo de la acción política, a pesar de los esfuerzos de la razón, mantiene un fondo irreductible de incertidumbre e indeterminación que frecuentemente pone en riesgo la tarea de gobierno.

La capacidad política es, desde este punto de vista, el arte de lidiar con el conflicto. Este concepto, tal como se lo entiende en este trabajo, se aleja de la idea conocida de capacidad estatal y se acerca más a la noción de virtud política de Maquiavelo (2011), en tanto capacidad de dominar los acontecimientos para realizar el fin deseado, una manera de vencer el curso de los hechos que escapan a nuestra voluntad, lo que él denomina fortuna[5]. Maquiavelo predica la virtud política del Príncipe, es decir, la define como un atributo personal de quien gobierna. La pregunta, entonces, es ¿cómo transformar una cualidad individual de aquellos líderes con capacidad estratégica en una capacidad estatal? Carlos Matus (1983), siempre preocupado por borrar la frontera entre técnica y política, asocia este desafío a la dimensión estratégica de la planificación. La capacidad de conducción estratégica, la virtud de generar y conducir acciones, es una facultad técno-política que puede ser predicada de los gobiernos. Y la capacidad de gobierno puede ser ampliada a través de técnicas y métodos de planificación estratégico situacional. Y esto es imprescindible para ampliar el campo de gobernabilidad en el caso de los proyectos que se plantean transformaciones y objetivos exigentes.

La capacidad política así entendida deviene imprescindible porque los caminos del desarrollo registran inevitablemente conflictos de diversa índole. El más clásico de ellos es la disputa entre los sectores que se ven perjudicados y los que se ven beneficiados. Por ejemplo, las tensiones entre el sector primario y el sector secundario, expresadas fuertemente -en el cono sur- en el enfrentamiento entre el sector agropecuario y el sector industrial. Otro tipo de conflicto es aquel que deriva del carácter competitivo que tienen, en una fase determinada del proceso, los objetivos económicos, sociales y políticos del modelo de desarrollo. Los países asiáticos, en décadas pasadas, resolvieron estas contiendas a través de la subordinación: gobiernos autoritarios que recurrieron al disciplinamiento tanto de sus burguesías industriales como de sus trabajadores.

Otra variedad del conflicto es el que se da entre los sectores que han sido beneficiados por las políticas de desarrollo, una vez que han incrementado su poder y autonomía, y el propio Estado que ha liderado el proceso. Es ilustrativo el ejemplo de Corea, narrado por Peter Evans (1998, pp. 142-156). Allí el Estado ayudó durante años a generar grandes corporaciones industriales capaces de competir internacionalmente, pero cuando éstas se volvieron más poderosas comenzaron a privilegiar alianzas con compañías trasnacionales y la relación con aquel entró en crisis. Fortalecer el capital industrial fue una meta que luego se volvió en contra del propio Estado. Es el éxito de la estrategia –no su fracaso- el que genera su propio enterrador. La metáfora del sepulturero se puede aplicar a muy diversos procesos de desarrollo: los sectores fortalecidos ex profeso por el Estado se suelen constituir en sus principales adversarios[6].

Una clase diferente de contienda es la territorial: regiones perdedoras y ganadoras, transferencias de recursos en forma de compensaciones, regímenes especiales y promociones constituyen la agenda de estas pujas que en algunas experiencias ha llegado a fantasías secesionistas.

Si la planificación del desarrollo no aborda como desafío propio la construcción de capacidades estatales, no sólo en el plano de la provisión de bienes y servicios sino fundamentalmente en el terreno de la puja entre actores, no pasará de constituir una práctica superflua del proceso de desarrollo.

Es la capacidad política la que transforma decisiones en fortalezas duras que amplían la autonomía, es decir, la capacidad de implementar políticas públicas con independencia de los poderes fácticos. Por ejemplo, el superávit externo, el desendeudamiento o la solvencia fiscal pueden ser, en sentido estricto, objetivos económicos del modelo, pero tienen también un alto valor táctico al acrecentar los márgenes de libertad respecto de los actores más poderosos del juego.

Si estos conflictos del desarrollo han de procesarse en un marco democrático, como indica el camino ineluctable que ha tomado América Latina, la virtud política deberá transformarse en una capacidad a través de la cual el Estado recupera la autonomía relativa necesaria para conducir el proceso de desarrollo. Esto constituye la función paragógica de la planificación estratégica pública, la menos practicada de sus labores.

Se puede diferenciar una doble función de la planificación estratégica: a) la función normativa, que tiene como propósito la definición de la trayectoria, sus objetivos y metas, y b) la función paragógica[7], que refiere a la tarea de lidiar, en situaciones complejas, conflictivas e inciertas, con actores que representan intereses diversos e, incluso, contrapuestos, a efectos de hacer viable la trayectoria elegida (Sotelo Maciel, 2008).

La función paragógica guarda relación con la perspectiva de Sanyal (2005) acerca de la planificación como anticipación de la resistencia. Sanyal aboga porque la planificación pública aprenda de la experiencia de los últimos cincuenta años, particularmente de su inicial falta de consideración de los obstáculos y oposiciones que enfrentan los procesos de desarrollo, destacando la importancia del análisis de problemas para la previsión de las resistencias que las políticas provocarán tanto en los actores no estatales como dentro de la propia administración. La edad de la inocencia ha culminado y es importante no desaprovechar esta nueva oportunidad, ahora que han entrado en crisis la idea del estado mínimo y “la alianza peculiar que tuvo lugar entre defensores del mercado y defensores de la sociedad civil que, aunque diferían en muchos aspectos, estuvieron de acuerdo en uno: la planificación del sector público debe operar sólo como un servicio para que el mercado y la sociedad civil puedan prosperar (Sanyal, 2005, p: 231, traducción propia)”.

  1. Sistemas de planificación y política

Los países de la región se encuentran empeñados en fortalecer sus prácticas de planificación. En muchos de ellos, éstas han cristalizado en sistemas formalmente constituidos. En esos casos, las estrategias pivotean sobre tópicos tales como fortalecimiento del órgano rector, revisión del diseño institucional, perfeccionamiento de las propuestas metodológicas, robustecimiento de los sistemas de información, mejora de la coordinación institucional, implementación de estrategias de capacitación, entre otros. Estos temas son importantes, pero para entender qué características debería tener una estrategia de fortalecimiento habría que considerar críticamente la concepción dominante de sistema de planificación.

Un sistema nacional de planificación es usualmente concebido como un conjunto de procesos, ámbitos e instrumentos que tienen el propósito de lograr una adecuada definición de las políticas públicas, introducir mayor racionalidad en la acción gubernamental y asegurar una conveniente asignación de los recursos. Se organiza en torno a diferentes niveles de planificación -global, sectorial, institucional y territorial- y a instrumentos con diversos horizontes de tiempo –largo plazo, mediano plazo y de carácter anual. Posee habitualmente un fuerte órgano rector, en algunos casos con rango de ministerio y en otros con rango secretaría de Estado u oficina nacional. El órgano rector constituye el ámbito de dirección de una red de unidades institucionales de planificación que se encuentran diseminadas en las instituciones y que mantienen con él una dependencia jerárquica, o bien, de tipo funcional. Se trata de un sistema nacional de planificación de tipo racional-burocrático, con la adición de elementos provenientes del NPM.

El racional-burocrático es concebido como un sistema ideal de relaciones en el que cada una de sus partes actúa de acuerdo a pautas y criterios preestablecidos, a efectos de garantizar que el desempeño del conjunto sea óptimo. Este tipo de modelo tiende a ser concebido de manera prescriptiva y se ha constituido en un patrón de referencia en relación al cual cualquier característica distinta que asuman los sistemas de planificación realmente existentes termina siendo considerado una desviación, una suerte de anomalía.

Sin embargo, el sistema de planificación puede ser concebido también como una red, con núcleos estratégicos muy variados, constituida por las diversas áreas productoras de políticas públicas. En este caso, el sistema no es un conjunto institucional que pueda distinguirse del resto de las instituciones públicas: la planificación es entendida como una dimensión de la acción pública, no como un proceso independiente de ella, tendiente a mejorarla. La coordinación es informal y puede incluso no haber, en sentido estricto, un órgano rector; frecuentemente no hay procesos definidos ni instrumentos estandarizados, aunque sí áreas de apoyo. La práctica de la planificación es, por tanto, heterogénea, incluso puede no ser exhaustiva, sin embargo, tiende a estar muy desarrollada en los núcleos estratégicos de la red. Estos núcleos estratégicos se derivan de las definiciones y apuestas del modelo de desarrollo. Por otra parte, la pretensión de consistencia siempre presente en un sistema de planificación es más débil que en los sistemas racional-burocráticos y se avanza hacia ella a través de permanentes intentos de coordinación institucional. A este tipo de sistema nacional de planificación denominaremos político-estratégico.

La configuración del sistema, en el caso del político-estratégico, no está predeterminada, sino que se define según necesidades situacionales. Esto le permitiría ser más maleable que el racional-burocrático y funcionar de manera adaptada tanto con el nivel político decisional como con la estructura burocrática preexistente. Algunos de sus componentes se encarnarán en unidades históricas y otros originarán estructuras ad hoc, formales e informales, de acuerdo a criterios de eficacia.

Si bien, ambos sistemas se postulan como tipos ideales, a fines fundamentalmente heurísticos, encontrándose en la práctica sólo sistemas híbridos, se puede conjeturar que el racional-burocrático es un tipo que se presta más a estrategias fundacionales, mientras que las características del político-estratégico suelen ser el resultado de estrategias emergentes.

En el caso de un sistema nacional de planificación de tipo racional-burocrático, fortalecer el sistema es fortalecer el órgano rector, sus mecanismos y herramientas para poder asegurar la calidad de los procesos de planificación. Desde el punto de vista de un sistema de planificación político-estratégico, fortalecer el sistema de planificación es fortalecer los núcleos críticos de las políticas para el desarrollo, de modo que sus acciones sean cada vez más inteligentes, más estratégicas, más planificadas y, en consecuencia, más efectivas.

En este último caso, el fortalecimiento del sistema de planificación está en función del modelo de desarrollo: qué y cómo fortalecer en el sistema de planificación va a depender de las características que tenga la estrategia de desarrollo y las apuestas que comporte.

A modo de ejemplo: las áreas que conducen la política dirigida a los sectores y actividades económicas que han sido priorizados por el modelo de desarrollo, ya sea por su potencial exportador o por su dinamismo en la generación de empleo, se transforman en núcleos estratégicos a fortalecer.

Si una apuesta complementaria fuese la incorporación de tecnología en esas actividades, se deberán fortalecer las áreas que desarrollan estrategias de adopción y/o generación de tecnologías aplicadas al sector. Si se considera que hay factores cuya mejora resultaría fundamental para la viabilidad del sector, se deberán fortalecer los programas dirigidos a mejorar la competitividad de las cadenas productivas involucradas.

Si se considera importante, en el terreno de las finanzas públicas, la acción tributaria, dado que es una pieza fundamental para sostener económicamente al Estado en pro de garantizar la distribución del ingreso y procurar el bienestar de la población, será crítico fortalecer las áreas de percepción de ingresos públicos, dotándolas de inteligencia, estrategias y tecnología para alcanzar altos grados de efectividad.

En tanto la política energética resulte estratégica para el modelo, será necesario reforzar la planificación estratégica del sector o, si fuese el caso, fortalecer la planificación de las empresas públicas. O bien, mejorar la estrategia de energías alternativas, si el objetivo fuese incidir en la matriz energética.

Se puede aventurar que el éxito de la instrumentación y mejora de un sistema nacional de planificación, en cualquiera de los tipos expuestos, está relacionado con una estrategia de ésta naturaleza: el sistema se fortalece a sí mismo cuando fortalece los núcleos críticos del modelo de desarrollo.

Los sistemas de planificación de tipo racional-burocrático se sustentan en los principios de exhaustividad y de consistencia. Por un lado, el objeto a planificar es decididamente extenso –pretende abarcar todas las esferas de la acción pública en el plano global, sectorial, institucional y territorial. Por otro, los objetivos, metas y acciones de los diversos instrumentos de planificación deben ser coherentes entre sí, es decir, no deben ser contradictorios ni mantener relaciones competitivas –se pretende que mantengan una relación lógicamente consistente. El instrumento de planificación global de largo plazo[8] es la referencia más importante del sistema y oficia de paraguas del resto de sus instrumentos. El plan de gobierno de mediano plazo[9] debe ser consistente con él. Los planes sectoriales deben serlo entre sí y con los dos anteriores. Los planes estratégicos institucionales deben serlo con los planes sectoriales y con el plan de gobierno y los planes territoriales también tienen exigencias similares. A su vez, todos ellos deben guardar correspondencia con los instrumentos de asignación de recursos: planificación macroeconómica, marco financiero, presupuesto plurianual y presupuestos institucionales.

Los procesos de producción de políticas públicas son indudablemente más complejos y confusos. Las exigencias del paradigma racionalista parecen, a la luz de los procesos existentes, ingenuas y poco realistas. Las políticas públicas suelen albergar muchas más contradicciones que las que se suelen suponer. Los planes mismos mantienen inconsistencias y contradicciones que responden a diversos intereses y presiones que son imposibles de ignorar. Como si fuera poco los contextos cambian y los planes suelen no estar preparados para reflejar una realidad cambiante, incierta y, además, frecuentemente, conflictiva. Las pujas que constituyen el telón de fondo de las políticas públicas y, por ende, de la planificación suelen ser objeto, en general, de resoluciones de tipo político. La interacción política frecuentemente resuelve mucho mejor que los instrumentos técnicos los problemas relacionados con los intereses contrapuestos.

Los sistemas de planificación racional-burocráticos comportan un riesgo implícito de carácter tecnocrático: la aspiración a suplantar la política como mecanismo de decisión por una red exhaustiva de decisiones sistemáticas adoptadas en procesos articulados de programación, bajo el supuesto de que la racionalidad técnica constituye el pilar principal de las políticas públicas.

Este modo de concebir los sistemas, al desconocer el papel de la política en el proceso de producción de políticas públicas y al soslayar la dimensión política de los propios procesos de planificación, construye una barrera frecuentemente insalvable con los dirigentes políticos que terminan no viéndolos como una herramienta útil sino más bien como una camisa de fuerza o, más aun, como un riesgo. Por otra parte, las expectativas que esta concepción deposita sobre el sistema de planificación son desmedidas, lo que ocasiona que éste se encuentra siempre en falta o genere instrumentos excesivamente rígidos que por sus propias limitaciones no presiden la acción cotidiana del sector público. Todo esto redunda en el desprestigio de los sistemas de planificación.

  1. Pedes in terra, ad sidera visus

Si admitimos que la planificación debe abandonar la autorreferencia y centrarse en los problemas del desarrollo del país. Si aceptamos que debe potenciar además la función paragógica, asumiendo como campo propio el de las estrategias dirigidas hacia los distintos actores que participan de la puja social. Si pensamos que no debe generar instrumentos rígidos para poder adaptarse a los continuos cambios de la realidad social, política y económica. Si reconocemos la dimensión política de las políticas públicas y, por ende, de la propia planificación. Si entendemos que ello pone, en alguna medida, en cuestión el carácter fuerte de los principios de exhaustividad y consistencia; debemos preguntarnos: ¿qué es lo que otorga a la planificación los mínimos de certeza y estabilidad necesarios para ser eficaz?

Hay un proverbio latino que ilustra la situación de la planificación: Pedes in terra, ad sidera visus. Se traduce como “la mirada en el cielo, los pies en la tierra”. El ancla que le permite a la planificación ser dúctil y maleable para mantener una relación orgánica con un contexto cambiante e incierto es de doble brazo: por un lado, el discernimiento de la realidad y, por otro, el conocimiento de lo que las instituciones públicas hacen. Una mirada situacional sobre la estructura multicausal de los problemas de los países de la región y su dinámica de cambio que debería apoyarse en métodos que le posibiliten reconocer y describir variables-problema a los efectos de explorar las relaciones de determinación, condicionamiento, causalidad directa, acumulación, dominación, regulación y transformación que pueda haber entre ellas. Y a la vez, un dominio preciso de los procesos de producción pública, regulación y formación de capital fijo que se despliegan en el sector público, aspectos en los que frecuentemente los sistemas de planificación no llegan a indagar sistemáticamente. Esto permite una comprensión sistemática de la política pública y oficia como áncora de los procesos de planificación abiertos a la incertidumbre y el conflicto. La planificación y el presupuesto tienen, en este tema, un terreno de alianza formidable en el que pueden establecer importantes sinergias.

En tal sentido, resulta provechoso examinar dos tipos de complejidades habituales de los procesos de elaboración de políticas públicas. En primer lugar, las hipótesis de política, que conjeturan que ciertas combinaciones de bienes, servicios y medidas de política tendrán determinados efectos en la sociedad, tienen más el carácter de una red compleja que de una cadena lineal. Esto evidencia que, en general, las políticas involucran, para el logro de sus objetivos, a diversos sectores e instituciones públicas. Sin embargo, el carácter vertical, marcadamente institucional, que suelen tener en la práctica la planificación y el presupuesto dificulta la capacidad de expresar políticas de carácter sectorial y transectorial.

Otra complejidad está relacionada con la participación de los distintos niveles de gobierno en los procesos de política pública. En muchas ocasiones, la creación de valor sólo se produce de manera efectiva a través de la acción de los niveles de gobierno más cercano al territorio. Una política puede comenzar desplegándose en el nivel nacional, donde pueden tomarse ciertas medidas de política e iniciarse un determinado proceso de producción pública, sin embargo, puede que sea un gobierno estadual o provincial el que realice la prestación de bienes y servicios a la población; o incluso, un gobierno local.

La dimensión territorial de las políticas públicas constituye un elemento de creciente importancia. Las alternativas que pueden darse son variadas y van desde una mejor planificación territorial de las prestaciones que se realizan de manera centralizada, hasta niveles de descentralización total de políticas en los gobiernos locales, pasando por procesos de desconcentración y descentralización en niveles provinciales. También en este caso el mapa de la cadena de valor público desplegado territorialmente puede ser de gran valor para la planificación y también para el presupuesto.

No se pretende con esto reforzar la idea de que más información y conocimiento técnico es el camino para garantizar la eficacia de la planificación, sino simplemente señalar que ello puede oficiar de punto de referencia fijo para aventurarse en el mar incierto y turbio de la política. El saber experto es una brújula ciega; subordinado a la política puede ayudar a que la voluntad no realice su odisea en soledad y pierda su navío antes de llegar a las playas de Ítaca.

  1. En síntesis

En síntesis: como aporte para enfrentar las dificultades que presenta la instrumentación de sistemas de planificación se ha pretendido:

  • Hacer énfasis en los contenidos de la planificación más que en aspectos formales, recuperando como parte sustancial del objeto de la planificación los temas clave del desarrollo nacional y regional.
  • Subrayar como desafío de la planificación la construcción de capacidad estatal, destacando, en particular, la capacidad política que permite lidiar con los conflictos propios de los procesos de desarrollo, en el camino de la construcción de autonomía del Estado respecto de los poderes fácticos.
  • Sugerir que, tanto para el tipo racional-burocrático como para el tipo político-estratégico, el sistema de planificación sólo se fortalece sí fortalece los núcleos estratégicos del modelo de desarrollo.
  • Rescatar la dimensión política de las políticas públicas y del proceso de planificación, abogando por una práctica de la planificación más flexible que permita lidiar con los cambios y la incertidumbre.
  • Advertir que, para aventurarse en el terreno incierto y turbio de la política, la planificación debe fortalecer su núcleo duro: la mirada diagnóstica y el conocimiento de las cadenas de valor público. Tal saber constituye el ancla que le permite a la planificación ser dúctil y maleable para mantener una relación orgánica con el contexto.

Bibliografía

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Bustelo, P. (1998), Teorías contemporáneas del desarrollo económico, Madrid. Editorial Síntesis.

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[1] Una primera versión de este artículo fue publicada en la Revista Estado y Políticas Públicas. Nro. 1, de FLACSO-Argentina, 2013, bajo el título “La planificación latinoamericana en el siglo XXI”.

[2] Profesor en Filosofía de la Universidad Nacional de La Plata (UNLP), Magister en Alta Dirección Pública por la Universidad Internacional Menéndez Pelayo (UIMP) y el Instituto Universitario Ortega y Gasset (IUOG), Doctorando en Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Buenos Aires (UBA); docente de la Facultad de Ciencias Económicas (UBA) / Asociación Argentina de Presupuesto Público (ASAP), de la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM) y de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales  (FLACSO-A); coordinador ejecutivo de la Red PLANAR; consultor internacional, experto en temas de planificación pública.

[3] La extensión y los términos del debate actual puede observarse en CEPAL (2012), Vidal y Guillén (2007) y Lang y Mokrani (2011).

[4] Alonso (2007) también hace una distinción similar al diferenciar entre capacidad técnico-administrativa y la dimensión relacional de la capacidad estatal que remite al vínculo entre el Estado y el entorno socioeconómico.

[5] “La fortuna es lo que la subjetividad humana, individual o colectiva, no puede prever o no es capaz de realizar intencionalmente, así como la causa de los efectos no intencionados o imprevistos que se derivan del propio hacer humano. Se trata, pues, del límite de la potencia humana (individual y colectiva) para proyectarse; esa potencia a la que Maquiavelo se refiere a veces con el nombro de virtù (virtud)” (Forte Monge, 2011).

[6] Es interesante también el caso de Kerala, referido por Evans. Productores agrícolas, otrora arrendatarios convertidos en propietarios a través de una reforma agraria que había acabado con el viejo sector agrario rentista, terminaron enfrentados con el Estado, oponiéndose a profundizar los cambios. Convencidos ahora que un Estado activo era improcedente para sus intereses, socavaron los cimientos políticos del propio estado. “Al igual que en Asia oriental, la transformación patrocinada por el Estado redujo las lealtades de los grupos beneficiados por ella, y creó nuevos sectores cuyas agendas sociales y económicas eran más difíciles de satisfacer” (Evans, 1998).

[7] Paragógico: adj. relativo a la paragoge (RAE). Si bien el único significado que se recuperó del vocablo paragoge en las lenguas modernas es el de alteración del lenguaje (adición de un sonido al fin de un vocablo), es conveniente destacar la riqueza de un sentido olvidado de esta palabra. El término proviene del verbo griego Paragw (Paraprep. junto a, cerca de, en, entre y agw tr. conducir, guiar, persuadir, educar, juzgar, considerar), cuyo sentido etimológico es: conducir, navegar silenciosamente, desviar, seducir, inducir, alterar.

[8] Estrategia Nacional de Desarrollo, Visión de País, Plan de Nación, según algunas de sus denominaciones.

[9] Plan Nacional de Desarrollo, Plan de Gobierno, Plan Plurianual del Sector Público, según algunas de sus denominaciones.