Desarrollo y Estado en perspectiva latinoamericana

 

Arturo Claudio Laguado Duca[1]

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Introducción: la emergencia del discurso del desarrollo[2]

El fin de la Segunda Guerra Mundial significó, entre muchas otras cosas, la entrada ‘oficial’ del Tercer Mundo en la era del desarrollo entendido como la mejora en los indicadores sociales –salud, educación, vivienda- y como el cambio de los patrones culturales de la población hacia una mayor racionalización de la vida cotidiana. Pero también, la reivindicación de la industrialización como forma material del progreso.

Por su parte, los procesos de liberación nacional que emergían con la ‘primavera de los pueblos’, sumaron a sus demandas de liberación y autonomía, la del desarrollo. Así, la problemática del desarrollo se articulaba con la tensión del mundo bipolar de la Guerra Fría, inscribiéndose en la competencia de las dos superpotencias.

Fue el presidente Harry Truman en el Discurso sobre el estado de la Unión de 1949, quién puso el tema en la agenda mundial. En el Punto Cuatro de su alocución, Truman propuso poner a disposición de las naciones “insuficientemente desarrolladas” los avances de la ciencia y así redimir a “más de la mitad de la población mundial” que vivía mal alimentada, enferma y con su vida económica estancada (citado en Rist, 2002). Pocos meses después de ese discurso el Banco Mundial enviaba a Colombia una misión de expertos dirigida por el economista Lauchlin Currie. Era la primera vez que se mandaba una misión de esta naturaleza a un Estado del Tercer Mundo.

Imbuido de ese propósito, en 1958 se crea el Fondo Especial de Naciones Unidas para el Desarrollo Económico que se fusionará con el Programa Ampliado de Asistencia Técnica para dar lugar al Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, PNUD. Paralela y progresivamente el Banco Mundial dedicará la totalidad de sus recursos a los países del Tercer Mundo. Poco después de la creación del PNUD una resolución de la Naciones Unidas declararía que los años ’60 serían la Década del desarrollo (Rist, 2002).

De la mano del discurso del desarrollo, vino el del subdesarrollo. Así lo dejó en claro el Presidente Eisenhower en 1959, quien afirmaba que “América Latina es y debe ser tratada como un área subdesarrollada[3]”. Esta declaración se correspondía con la iniciativa de la OEA, de septiembre de 1958, de establecer una comisión especial de cooperación económica: el Comité Económico y Social. Un año después este Comité aprobaba la creación del Banco Interamericano de Desarrollo y la iniciativa de Kubitschek conocida como Operación Panamericana.

La radicalización de la Revolución cubana convencerá a EEUU de adoptar la propuesta del Presidente Kubitschek y ampliarla. En 1961 se lanzará en Punta del Este la Alianza para el Progreso, como una iniciativa para el desarrollo regional. América Latina quedaba así inmersa en el marco de la guerra fría, contra una Unión Soviética que, gracias a la planificación centralizada, emergía como potencia mundial. O, al menos, así se creía. Los países del Tercer Mundo –presionados por los discursos de racionalización- miraron con simpatía esa idea de planificación. De la mano de la planificación, intervención estatal y desarrollo se unieron en la gestión pública.

Pero aún antes de que el discurso del desarrollo colonizara al mundo, en América Latina había comenzado a cristalizar una propuesta que rescataba el papel del Estado interventor. Este discurso intersecó con el del estructuralismo latinoamericano, cuya fundación se puede fechar en la intervención de Raúl Prebisch en la Conferencia de La Habana de 1949, donde fue presentada en sociedad la Cepal[4] (Furtado, 1988).

  1. Estado y desarrollo en América Latina

La problematización del desarrollo no comenzó en la posguerra; a modo de ejemplo, Alejandro Bunge y sus discípulos de la Revista de Economía Argentina ya se preocupaban por el tema en los años veinte del siglo pasado. Lo que trajo de novedoso esta problematización, es la enorme importancia adjudicada a la relación entre Estado y desarrollo y al hecho de que esa idea fuera hegemónica en la región: lo que se ha denominado “el consenso desarrollista” (Laguado, 2011, entre otros)[5].

Se extenderá a partir de entonces un rico debate que ya había comenzado en América Latina a principio de los años 40 con la propuesta de big push de Paul Rosenstein-Rodan (1943), quien fundamentaba la idea de que una inyección coordinada de recursos en diferentes sectores de la economía, era indispensable para el crecimiento armónico.

En esta etapa relativamente temprana del debate sobre el desarrollo, Walt Whitman Rostow dio a conocer en la década de los cincuenta, Las etapas del crecimiento económico, un texto que no casualmente llevaba el subtítulo Un manifiesto no comunista. Este libro rápidamente se convirtió en una referencia obligatoria para la economía del desarrollo en América Latina. Según el autor, el crecimiento económico pasaba por cinco etapas que iban desde la organización tradicional hasta las sociedades de consumo a gran escala (Rostow, 1959).

A mitad del siglo XX, la discusión sobre el desarrollo en la región se dará bajo la influencia de Rostow y, en menor medida,  de Rosenstein-Rodam, Nurkse, y Lewis entre  otros[6].Todos estos autores destacaban los vínculos entre inversión y crecimiento en sociedades con escasez crónica de capital y, con la relativa excepción de Lewis, afirmaban que una gran inversión era el secreto para el despegue hacia el desarrollo. En ese marco se revalorizó el papel del Estado considerado ahora como el motor del desarrollo[7].

Estos debates coincidieron con la desorganización del comercio internacional iniciada con la Primera Guerra Mundial y continuada con la Gran Depresión -durante la segunda postguerra- que problematizó la hegemonía de los sectores agroexportadores. Emergía en América Latina un nuevo bloque de poder comprometido con la industrialización por sustitución de importaciones[8] (ISI). Esta tendencia regional se consolidó en la segunda mitad de los años 50 y su forma política fue el desarrollismo. Fue esa también, la época de oro del estructuralismo latinoamericano. En ella el Estado tendía a ocupar un importante rol regulador.

  1. La Comisión Económica para América Latina –CEPAL-.

Los estructuralistas latinoamericanos de las décadas de los 50 y 60, nucleados en la CEPAL- entonces bajo la dirección de Raúl Prebisch-, fueron fervientes defensores de la intervención estatal. Lo original del pensamiento cepalino fue su énfasis en la asimetría de la formación de precios entre el centro y la periferia. La CEPAL trató de comprender la lógica del proceso mediante el cual América Latina desplegó su economía de sustitución de importaciones para responder al desplome externo generado por la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial. De sus investigaciones concluía que sólo la profundización de la industrialización podría superar la restricción al crecimiento que significaba el deterioro de los términos de intercambio ocasionado por la disminución de los precios de los productos del sector primario y el consecuente encarecimiento relativo de los productos importados (Prebisch, 1962).

A partir de entonces la distinción entre centro/periferia en la economía mundial ocupó un lugar central en la discusión sociológica y económica de la época. La conclusión era inevitable: sólo el desarrollo de la industria básica –“la industria productora de industrias”, como decía una propaganda de la época en Argentina- podría romper la mencionada asimetría. Y en la medida en que esa estructura económica periférica era el resultado de la evolución histórica del capitalismo, el Estado debía intervenir como demiurgo de la historia realizando inversiones en sectores claves de la economía. Esta intervención implicaba una amplia actividad reguladora del Estado tendiente a garantizar la inversión pública en gran escala; una adecuada planificación de la economía que optimizara el aprovechamiento de recursos escasos; y un impulso decidido por parte del Estado a las actividades científicas y tecnológicas.

En suma, sólo el Estado podía disparar una industrialización que rompiera el círculo vicioso de estancamiento generado por el modelo primario exportador. En un contexto de escasez de divisas, el ahorro privado era incapaz de incrementar la ecuación capital/hombre indispensable para el aumento de la productividad. El protagonismo asignado al Estado se debía a que se consideraba imposible repetir la estrategia de crecimiento que habían seguido los países centrales. En América Latina y con obvias diferencias entre los distintos países, se reivindicó la intervención estatal al menos en cuatro niveles: a) en su función clásica de garante de la regulación de las relaciones capitalistas; b) en su capacidad de promover sistemas de incentivos para orientar las tendencias principales de la macroeconomía; c) en su potestad de poner en marcha políticas sociales, culturales, sectoriales y/o empresariales de promoción, y d) en su facultad de producir bienes y servicios, ya sea exclusivamente o en sociedad con el capital privado.

Pero la idea de intervención estatal no se circunscribía a lo económico; su objeto eran todas las variables que hacían a la modernización. Bajo su órbita se incluían otros aspectos como las relaciones de la comunidad política con el Estado –educación para la democracia, organización de la comunidad y de sus organizaciones intermedias-, creación de una burocracia moderna y un importante impulso a la política social (Laguado, 2011). Todas estas intervenciones eran consideradas requisitos para el desarrollo en sus diferentes dimensiones: promover la integración nacional, legitimar el sistema de dominación, incorporar consumidores al mercado interno y modificar los patrones culturales de la población.

  1. El plan de desarrollo

Los Estados se enfrentaban a grandes desafíos con una cantidad limitada de recursos. Con el fin de lograr la mayor racionalización posible de presupuestos y esfuerzos, se consideró indispensable impulsar la planificación, tal lo propusiera Prebisch en sus escritos tempranos. De allí que la cooptación y formación de recursos humanos capaces de concebir y ejecutar planes de desarrollo que dieran cuenta de las ambiciones planificadoras, fue una urgencia inaplazable para los impulsores del desarrollo en América Latina. Si bien los gobiernos nacional-populares ya habían ensayado acciones de planeamiento –p.e. los planes quinquenales de Perón- este nuevo impulso a la planificación recurrirá, en toda América Latina, a un novedoso instrumental técnico que criticará los ejercicios anteriores por rudimentarios y politizados.

La política pasó a ocupar un lugar secundario en el discurso del desarrollo, para entronizar a los técnicos. Se magnificó el lugar del plan de desarrollo: en él se tendió a asignar al Estado importantes funciones productivas, dado que se consideraba que uno de los elementos del estancamiento latinoamericano era la falta de empresarios que asumieran grandes riesgos de inversión[9].

Otro campo de intervención estatal estaba vinculado con la necesidad de una sostenida inversión en ciencia que permitiera a la producción nacional participar en las disputas por las cuasi rentas tecnológicas. En este aspecto, se daba al sector público un rol crucial en el impulso en investigación y desarrollo (I+D) y en lo referente a capacitación de mano de obra y dotación de infraestructura ad hoc.

Hacia principios de los ’60 diferentes trabajos hicieron notar las debilidades del proceso industrializador latinoamericano. La preocupación estuvo relacionada con una constatación ineludible: la sustitución de importaciones surgida de la crisis del ’30 no había logrado avanzar hacia un crecimiento de la industria pesada que permitiera producir aquellos bienes de capital que demandaban un uso intensivo de tecnología y grandes inversiones.

La discusión que plantearan las teorías críticas –v. gr. la Teoría de la Dependencia[10]–  sobre las limitaciones del desarrollo dependiente para superar la etapa fácil de sustitución de importaciones, repercutieron entre algunos economistas de la CEPAL que, conscientes del agotamiento del proceso sustitutivo a finales de la década del 60, propusieron: a) profundizar la planificación estatal a los efectos de relanzar el proceso industrializador, redirigiéndola hacia los insumos estratégicos para el desarrollo; y b) impulsar las exportaciones no tradicionales para superar la crónica escasez de divisas producida por los desequilibrios estructurales del sector externo. Con estas propuestas se trataba de superar la etapa de la llamada sustitución fácil de importaciones (bienes de consumo) para reemplazarla por industrias de base (acero, petroquímica, etc.). Para ello se buscó crear instituciones que fomentaran el crédito a largo plazo, para incentivar al sector privado hacia inversiones que en otras condiciones éste no estaba en capacidad de afrontar (Furtado, 1988 y 1998). Una década antes Frigerio y Frondizi habían hecho un diagnóstico similar. Con base en éste, habían fundado –igual que Kutbischek en Brasil- el desarrollismo como doctrina política.

  1. El desarrollismo

Como continuidad del incremento sustancial en las funciones del sector público que se había producido desde los años ’30, con el desarrollismo se postuló un cambio cualitativo, vinculado a la capacidad técnica y a la calidad de la gestión estatal.

Como ya se dijo, el consenso surgido hacia los años 60 equiparaba el desarrollo al despegue industrial. A grandes rasgos puede decirse que había dos estrategias industrializadoras: la que se basaba en la inversión estatal directa o la que tenía como motor al capital extranjero, en donde el Estado fungía como garante para su concreción en el país. La combinación entre ambas estrategias –que diferían en la cantidad de beneficios para la inversión privada- fue un punto de tensión constante en el período.

Independientemente de la estrategia elegida, las tareas que se asignaban al Estado durante el consenso desarrollista eran:

  • Crear las condiciones de infraestructura para el desarrollo en pos de la integración física del territorio: vías, puertos, y redes de energía eléctrica.
  • Impulsar y defender el mercado interno y la demanda agregada, especialmente a través de la reserva de mercado interno para la industria nacional.
  • Establecer las condiciones sociales y culturales para el desarrollo: educación y pautas de consumo y de comportamiento modernas.
  • Gestionar emprendimientos básicos. Cada país reservaba para la gestión estatal –o en su defecto, con fuerte apoyo de ésta- emprendimientos considerados estratégicos: algunas industrias básicas (en la época se traducía en cementeras, siderurgia, industria química, celulosa, etc.), e instituciones de financiamiento (Bancos de Desarrollo).
  • Poner en marcha políticas para incrementar la capacidad de ahorro interna para cubrir el esfuerzo de inversión pública.
  • Impulsar políticas de modernización estatal: reforma de estructuras y burocracias públicas, incorporación de tecnologías de gestión, sistematización y homogenización de las cuentas nacionales.

También se consideraba necesaria la intervención estatal en relación al sector privado con miras a:

  • Canalizar la inversión mediante una política fiscal de incentivos y desincentivos
  • Establecer un marco regulatorio que protegiera la inversión considerada estratégica
  • Generar polos de desarrollo regional y sectorial (Castellani, 2009; Castellani y Llanpart, 2012), en donde se promovieran empresas industriales privadas.

Había otros elementos en este consenso cuya implementación varió entre los países de América Latina que participaron de la experiencia desarrollista, dependiendo de las relaciones de poder en las sociedades nacionales. Uno de ellos era la reforma agraria, para la época la panacea para modernizar al sector rural a través del uso intensivo de la tierra. Otro que tampoco tuvo amplia acogida –a pesar de que produjo algunas instituciones internacionales como la ALALC- fue la intención de ampliar los lazos comerciales entre las naciones latinoamericanas hasta lograr una integración económica regional que permitiera coordinar la sustitución de importaciones (Prebisch, 1962).

En cambio, como ya se mencionó, la planificación fue adoptada por la mayoría de las elites de gobierno, abarcando –al menos en la teoría- no sólo el campo económico sino todas las actividades en que participaba el Estado, con la sola excepción de la política… siempre renuente a enmarcarse en los parámetros de racionalidad formal que parecían demandar los nuevos tiempos. La OEA, traduciendo e impulsando el estudio de numerosos textos producidos en Europa –principalmente en Francia- y en los EEUU, fue un activo difusor de estas ideas entre los agentes estatales latinoamericanos.

El énfasis planificador daba cierta autonomía a los técnicos que eran fuertemente apoyados por los organismos multilaterales y este relieve tendió a una configuración autoritaria de la acción de los altos funcionarios públicos, quienes despreciaron –en la medida en que las condiciones políticas lo permitieran- los puntos de vista de los actores sociales. Se configura así un Estado autoritario, aunque muy lejos de los niveles que alcanzará con los gobiernos neoliberales.

  1. El ajuste estructural

A partir del ciclo de dictaduras que comienzan en América Latina desde 1973, se impone una nueva perspectiva sobre el Estado. Los cambios a nivel regional se inscribieron en transformaciones del capitalismo mundial; decadencia de las grandes organizaciones industriales basadas en las cadenas de montaje y la gestión de masas de obreros, el uso de un nuevo tipo de tecnologías basadas en la microelectrónica y la informática y cambios a nivel societal, conocidos como sociedad post industrial, postfordista o posmoderna, que impusieron la individualidad como principal valor social.

Pero, antes de que el neoliberalismo se impusiera como doctrina económica y cosmovisión político-filosófica, los gobiernos latinoamericanos y, particularmente las dictaduras del Cono Sur, se constituyeron en laboratorio del incipiente experimento neoliberal y los ajustes estructurales que lo acompañaron. La dictadura chilena en 1973 y la argentina instaurada en 1976, amparadas en el terror, desplegaron las primeras políticas de ajuste estructural en la región.

El caso argentino fue paradigmático, al presentarse estas ideas bajo el rótulo de “Programa de reordenamiento de la economía nacional”. Este programa, según el ministro de Economía de la Junta Militar, se proponía terminar con el “intervencionismo estatizante y agobiante de la actividad económica para dar paso a la liberación de las fuerzas productivas[11]”.

Se trataba de destruir la matriz productiva construida por el proceso de sustitución de importaciones por medio de la apertura externa con atraso cambiario y la ruptura de los encadenamientos productivos que se articulaban alrededor de la actividad estatal. Así el Estado «liberaría las fuerzas productivas», i.e. abriría nuevos espacios de negocios para la inversión privada.

El nuevo modelo ya no requería de la alianza entre el sector público y las industrias, lo que implicaba que algunas de sus funciones perdieran sentido estratégico. En relación a los ingresos del Estado, se debilitaron los instrumentos que habían permitido capturar la renta pampeana y simultáneamente se fortalecieron los impuestos indirectos. Por otra parte, se despojó de poder e importancia a los organismos reguladores; y el parque de empresas públicas – que transformaba el excedente agrícola en regulaciones, créditos, transferencias e infraestructura para la industria- dejó de ser un área vital para convertirse en un gasto y un estorbo burocrático. Por último, las instituciones orientadas a garantizar cierto nivel de demanda agregada y la incorporación de sectores populares -jubilaciones, salario mínimo, paritarias, salud y educación universal- fueron debilitados al ser considerados culpables de incrementar los costos de producción y politizar a los trabajadores. En su lugar se vio en ellos un espacio privilegiado para la creación de cuasi mercados de alta rentabilidad para el sector privado.

Uno de los elementos clave de este proceso de transformación estatal fue el programa de privatizaciones que incluyó sectores de alta rentabilidad -yacimientos petroleros- y privatizaciones periféricas en el sector telefónico. El repliegue estatal también implicó la paralización de proyectos en marcha en el campo siderúrgico, la liquidación de la Flota Fluvial del Estado y la disminución del 25% de la red ferroviaria (Rubinzal, 2010).

Tan o más relevante que la ruptura de los encadenamientos de la alianza industrial, era terminar con el sistema -jurídico, organizacional y cultural- con que las instituciones estatales se acoplaban con el mundo del trabajo: el mismo 24 de marzo de 1976 se suspende el derecho de huelga y se interviene la CGT y una gran cantidad de sindicatos; exactamente un mes después el Gobierno de facto reemplaza la ley de contrato de trabajo, y sobre fines de año modifica sustancialmente las convenciones colectivas.

Esta matriz construida por la dictadura argentina, con sus matices nacionales, estuvo presente en todo el Continente. La dinámica ajuste/gobernabilidad como resultado del conflicto social entre sectores populares y los organismos multilaterales de crédito encargados de motorizar la presión financiera, fue una constante en América Latina en los inicios de la experiencia neoliberal.

El ajuste estructural fue la estrategia seguida por los actores de poder para adecuar, tanto al Estado como la estructura económica nacional, a las nuevas condiciones que imperaban en el mercado mundial (Cao, Laguado y Rey; 2015).

  1. Fin del discurso del desarrollo y el universo neoliberal

Estos cambios, focalizados en las regiones periféricas inicialmente y a nivel planetario después, fueron soportados políticamente por la revolución neoconservadora liderada por los gobiernos de Margaret Tatcher (1979-1990) y Ronald Reagan (1981-1989). Con la implosión de la Unión Soviética este pensamiento constituyó una nueva hegemonía que terminó con la matriz estadocéntrica tanto en su versión europea de Estado de Bienestar como con el consenso desarrollista latinoamericano.  El término neoliberalismo se popularizó en círculos académicos y legos para describir este nuevo acuerdo económico e institucional.

Se suele situar la génesis del discurso neoliberal en las reuniones de la Sociedad Mont Pelerin, iniciadas al finalizar la Segunda Guerra Mundial. En ella participaron, entre otros, los economistas Friedrich Hayek, Jacques Rueff y Ludwig von Mises, el filósofo Karl Popper, Ludwig Erhard -vinculado con lo que se conoció como milagro alemán– y el ensayista Walter Lipman.

En su Declaración de Principios la Sociedad se alarmaba porque la libertad de pensamiento y expresión se veían atacadas por el Estado autoritario. Se sostenía, además, que «se restaba crédito a la propiedad privada y el mercado competitivo», instituciones sin las cuales «es difícil imaginar una sociedad en la que la libertad puede ser efectivamente conservada” (SMP, 1947).

Hayek, uno de sus fundadores, fundamentará en su libro Camino a la servidumbre, el retorno al liberalismo, examinando la tensión entre libertad y poder estatal. Para este autor las luchas sociales del S. XX, en la urgencia de mejorar las condiciones de vida de las masas, implicaron «un completo abandono de la tradición individualista que creó la civilización occidental», dando otro significado al concepto de libertad. Estas mutaciones habrían desembocado en dictaduras como la de la URSS o el nazismo (Hayek, s/f: 69). En los prólogos de su obra para las reediciones de los años 1956 y 1977, las críticas de Hayek incluyeron a todas las formas de intervención estatal, incluyendo al New Deal y el Estado Benefactor, pues a su juicio, toda intervención estatal derivaba en totalitarismo, independientemente del deseo de los promotores o defensores del Estado Bienestar.

El Departamento de Economía de la Universidad de Chicago retomará estas ideas para producir una nueva síntesis conceptual pro mercado. Entre sus teóricos se destacó Milton Firedman quien, en una línea similar a Hayek, afirmó que libertad es inescindible de la libertad de comercio (Friedman, 1962).

Ante la cuestión de qué era lo que debía hacer la política y el gobierno para acompañar a la sociedad de mercado, Friedman proponía, como punto de partida, la abstención del Estado, tan total que ni siquiera debería actuar como un actor más del mercado en paridad de condiciones con demandantes u oferentes, ya que su envergadura lo pondría en situación de agente económico dominante. El Estado debía limitarse a garantizar la igualdad ante la ley, pero no inmiscuirse en la corrección de las asimetrías entre ciudadanos, sean éstas generadas o no por el funcionamiento mercantil.

La confluencia de los liberales de Mont Pellerin y los economistas monetaristas de Chicago produjo una nueva síntesis: el liberalismo-conservador. Según Morresi (2010), sus características son:

1) ser contrario a las abstracciones y a las idealizaciones del orden social, lo que comporta, en general, una antropología más bien pesimista,

2) sostener posiciones moderadas y gradualistas respecto del cambio social,

3) oponerse a las redistribuciones progresivas de los bienes y recursos, y

4) tener una posición temerosa frente a la democracia por sus tendencias populistas que entrañan el peligro de desembocar en demagogia o en una tiranía de la mayoría.

En resumen, para la perspectiva neoliberal la libertad económica tiene su clave en el funcionamiento de los mercados quienes garantizarían libertad y máxima eficiencia económica. Su principal enemigo es el Estado, con su capacidad de imponer regulaciones e intervenciones, limitando a los mercados, verdaderos generadores de un orden práctico y de bajo costo. Para logarlo, los mercados sólo necesitarían libertad de concurrencia y una legislación que garantice la propiedad y que resuelva los eventuales conflictos que de ella surjan.

En esta lógica, El Estado deja de ser motor del desarrollo para constituirse en el gran enemigo del crecimiento económico, pues al imponer regulaciones no solo coacciona la libertad de acción individual, sino que impide la espontaneidad del proceso, lo que genera distorsiones en el mercado y, por ende, introduce señales equívocas para los concurrentes. Peor aún si además de la regulación, impone la planificación, pues con ella impide por completo el funcionamiento espontáneo que es la gran virtud del mercado.

Estas perspectivas son parte de un determinismo económico radical, que encontró su expresión más difundida en los trabajos de Gary Becker (1993). En sus análisis se ponen en valor las consecuencias de la antropología de la elección racional, que no sólo separa la acción en la esfera económica de los demás aspectos de la sociedad, sino que funciona como un patrón universal de la existencia humana: toda la vida personal -el amor, los gustos, la ideología, la vocación- se explican a partir de la oferta y la demanda en sus respectivos mercados.

Con la crisis del petróleo de 1973 estas ideas consiguieron espacio académico hasta hacerse dominantes durante los gobiernos de Thatcher y de Reagan. Unos años antes habían sido ‘probadas’ en las dictaduras latinoamericanas[12]. Fue el inicio de la época del ajuste estructural que, grosso modo, se puede resumir en privatizaciones, flexibilidad laboral, reducción de impuestos y de gasto público.

  1. Desarrollo y Estado en tiempos neoliberales

Si las ideas que circulaban en los Estados Unidos y Europa fueron siempre importantes en América Latina, con la caída del muro de Berlín -esto es, sin el contrapeso de la cosmovisión soviética- su preeminencia se hizo casi absoluta. La ola neoliberal trascendió los planteamientos de los economistas para configurar una omnipresente atmósfera cultural que recibió el aporte de sociólogos, antropólogos, filósofos y críticos de la cultura.

Esa nueva hegemonía no surgió espontáneamente[13]. Los organismos multilaterales de crédito jugaron un rol central en la difusión de estos principios teóricos y su aplicación en las políticas públicas de la región[14].

Es así que las recomendaciones del Banco Mundial cuestionaron la intervención estatal enfatizando en que «Las principales trabas al crecimiento son los gastos excesivos del gobierno, impuestos distorsivos, excesivas regulaciones, restricciones al libre comercio y controles a las tasas de interés domésticas» (Banco Mundial; 1990:100).

Durante este período – la segunda mitad de la década del 80 y la del 90- el Banco Mundial recomendará

“mejorar la eficiencia en el uso de los recursos mediante la eliminación de las distorsiones de precios, la apertura a una mayor competencia y el desmantelamiento de los controles administrativos (desregulación). Acompañando a este tipo de políticas orientadas al mercado están los programas para mejorar la eficiencia… [en] los gastos del gobierno y la gestión de las empresas públicas, incluyendo reducciones en la presencia del Estado en las zonas donde la empresa privada puede operar de manera más eficiente (Banco Mundial; 1988: 56).

En 1989 el lanzamiento del Plan Brady –diseñado para que los países de América Latina pudieran hacer frente a sus vencimientos con bancos privados- dio un nuevo impulso al programa neoliberal. Al igual que las “pruebas pilotos neoliberales” realizadas en Chile y Argentina con las dictaduras de Pinochet y Videla, América Latina volvió a servir de laboratorio para una radicalización del ajuste. El llamado Consenso de Washington (Williamson, 1990)[15] trazó la hoja de ruta que orientó estas propuestas que buscaban, principalmente, liberalización de la economía en todos sus frentes, privatizaciones y disminución de la intervención estatal, y disciplina fiscal.

Sin embargo, la crisis social que comenzó a hacerse visible en el Este de Europa y en América Latina puso de relieve los riesgos del colapso del Estado, desafiado por los movimientos sociales y las economías ilegales. Fue el momento de las llamadas reformas de segunda generación que rescataron el papel del Estado, aunque de manera muy diferente a como lo hiciera el desarrollismo de mitad del S. XX.

La generalización de la crisis social sumada a las dificultades de legitimación que rápidamente enfrentó el discurso neoliberal más duro en América Latina, abrieron espacio para las ideas neoinstitucionales. En el campo de la economía, el neo-institucionalismo ganó notoriedad a partir de los trabajos de North.

Coherente con cierto ‘imperialismo económico’ muy típico de la época, North afirmará que el orden político es un bien público escaso y difícil de mantener en procesos de cambio social e institucional, pero necesario para el desarrollo económico (North et al.; 2000). Por tanto, se trata de minimizar los riesgos asociados a los cambios políticos “desvinculando” de ellos las instituciones más importantes para la economía. La función de la política será, en definitiva, la de construir instituciones acordes a las necesidades del crecimiento, es decir amigables con el mercado. En otras palabras, capaces de minimizar los costos de transacción y de establecer compromisos creíbles.

El discurso neoinstitucionalista actuó como una poderosa rueda de auxilio en América Latina ante los primeros fracasos del proyecto neoliberal. Los organismos multilaterales tomaron la región como ejemplo del estancamiento económico producido por instituciones poco aptas para el desarrollo, i.e. las instituciones proteccionistas construidas en la segunda posguerra. La inercia de este proteccionismo habría hecho fracasar medidas correctas en su esencia, como las propuestas por el Consenso de Washington (Acemoglu y Robinson; 2008). A partir de este momento, las reformas económicas serán sinónimo de reforma estatal.

Esta nueva apelación al Estado era, cuando menos, ambigua. Se le pedía al Estado –incapaz según el discurso que lo demonizaba- que se reformase a sí mismo, pues no variaba la clásica percepción neoliberal del Estado como un espacio de corrupción y apropiación indebida de rentas. La reingeniería institucional del Estado tenía dos objetivos: a) generar espacios que emularan de la manera más precisa posible la competencia perfecta de los mercados; b) restringir la esfera política estableciendo claramente mecanismos de vigilancia y control para impedir la apropiación indebida de recursos de los contribuyentes por parte de los funcionarios públicos.

En este modelo la intervención estatal quedaría reducida a lo que se llamó “bienes públicos puros”, es decir, a aquellos cuyo disfrute no excluye a otro consumidor ni generan competencia por su apropiación –seguridad, ciertas vías de comunicación, alumbrado público- y por lo tanto deben ser ofrecidos por el Estado. En la práctica la definición real de esos bienes públicos fue resultado de la correlación de fuerzas políticas en cada país.

 

  1. Retorno del Estado y neodesarrollismo

La catástrofe social producida a finales del S. XX en América Latina por las políticas neoliberales redundó en una generalizada crisis de gobernabilidad y el establecimiento de nuevos regímenes en el poder. Este fenómeno que, a pesar de sus diferencias tiene algunos puntos en común, ha sido llamado la marea rosa, el retorno del populismo o de los gobiernos nacional-populares, dependiendo de las simpatías políticas del enunciador.

Las diferencias entre estos gobiernos son muchas, pero todos coincidían en la necesidad del retorno del Estado regulador. En la mayoría de ellos confluyeron elementos de los gobiernos nacional populares de mitad del S. XX (fuerte preocupación por la justicia social), con las propuestas económicas neodesarrollistas tal las enunciaran Bresser Pereira (2007) o Aldo Ferrer (2005).

De esta forma, en la primera década de S. XXI latinoamericano se vuelve a poner en escena el papel del Estado en el desarrollo y la industrialización, retomando algunos elementos presentes en el estructuralismo de raigambre cepalina.

Cao, Laguado y Rey (2015: 158), definen las principales concepciones del neodesarrollismo ante el Estado como:

El Estado es garante de los procesos de acumulación capitalista y la herramienta para cumplir sus misiones es una burocracia altamente capacitada siguiendo el modelo weberiano. Esa burocracia debe construir fuertes lazos con los principales actores económicos, con el objetivo de impulsar el fortalecimiento de lo que entonces se llamaba burguesía nacional […] El Estado debe intervenir fuertemente en las áreas claves para el desarrollo de la economía priorizando inversiones en infraestructura, energía y comunicaciones. [También piden poner énfasis] en la producción de bienes sociales –educación, salud, etc.- en tanto precondiciones para el desarrollo [pero] los temas de carrera, pleno empleo y estabilidad laboral deben ser revisados[16].

Los neodesarrollistas, tratando de superar unas de las grandes debilidades del desarrollismo de mitad del S.XX, retoman explícitamente la variable política. En su visión, una alianza de clases entre burguesía, trabajadores y clases medias liderada por el Estado, debería convertirse en el instrumento privilegiado del desarrollo.

Este planteamiento es tan interesante como polémico, pues sin bien remite a la idea de Pacto Social que intentó el gobierno de Juan Domingo Perón en los años 70 –pacto frustrado por su muerte-, también es cierto que para algunos especialistas tal burguesía nacional no existe.

Asimismo, aportes de teóricos como Chibber y Kohli, demuestran que fue la propia ‘burguesía nacional’ –en realidad Chibber es enérgico en señalar que tal burguesía no existe en América Latina- quien estuvo y está interesada en mantener un Estado débil. La protección atrajo así la inversión extranjera dirigida a bienes de consumo inmediato –cuando no suntuarios- pero no estableció una industria pesada que fuera la base de un desarrollo sostenible (Kholi, 2009). Más enfático, Chibber (2005) muestra que fueron los intereses de clase los que impidieron la consolidación de un Estado fuerte, capaz de dirigir el proceso de desarrollo. El reciente apoyo de sectores industriales en Brasil y Argentina a opciones políticas identificadas con un neoliberalismo aperturista y financiero[17], parecen dar la razón a estos autores.

El problema del desarrollo queda entonces directamente ligado a las capacidades del Estado para lograr una dinámica de disciplinamiento/cooperación de las elites económicas. Y, aunque sólo mencionado de manera tangencial o indirectamente por Bresser Pereyra (2013), también del movimiento popular, cuyas demandas podrían jaquear al proceso de acumulación.  Manejarse en esa tensión es un desafío para los gobiernos nacional populares que propugnen el desarrollo industrial.

  1. Estado y capacidad política

Desde que a finales de los años cuarenta comenzó a sonar con fuerza el imperativo del desarrollo, América Latina –y particularmente Argentina- ha sido un campo fértil para la experimentación y reflexión sobre el tema, sin lograr, sin embargo, la ansiada meta. En nuestra región, comparada usualmente con los países asiáticos de desarrollo tardío, las interpretaciones del fracaso regional son disímiles. Pero pasada la hegemonía neoliberal, parece haber un consenso entre los estudiosos del desarrollo: el Estado juega un papel indeclinable para lograrlo. Menos acuerdo existe en lo que refiere a la relación del Estado con los empresarios o con los trabajadores.

Algunos teóricos insisten en la importancia de que el Estado se imponga sobre el capital para orientar la inversión hacia las necesidades del desarrollo sustitutivo -en el caso argentino esa es la posición de Kulfas (2016)-; otros, en cambio, ponen el acento en lo que Evans (1985) denominó autonomía enraizada, es decir, la existencia de un cuerpo de funcionarios estatales capaces de establecer relaciones de confianza y cooperación con los dirigentes empresariales[18]. Muy probablemente un gobierno que abandone la senda neoliberal, deberá moverse entre ambas posiciones dependiendo de su capacidad de acumulación política y del manejo estratégico que sepa hacer de ella. En otras palabras, de la manera en que conduzca los esperables conflictos asociados al desarrollo. Posiblemente la idea de Pacto Social que proponen algunas vertientes nacional populares remita a la capacidad política del Estado para moverse entre la seducción y el disciplinamiento, tanto con los sectores empresariales como con los trabajadores.

En esta lógica, no es suficiente que el Estado en tanto motor del desarrollo, intervenga en procura de una correcta asignación de recursos para superar los cuellos de botella originados por la relación desigual entre centro y periferia que descubriera el estructuralismo latinoamericano a mitad del S. XX.

Tampoco lo es, como ha mostrado dolorosamente la historia reciente del Continente, el mejoramiento de las formas institucionales en sus distintas variantes: sea en las versiones de raigambre más neoliberal subrayando la importancia de construir instituciones amigables para el mercado como requisito para el desarrollo; o en otras más institucionalistas, enfatizando en las capacidades técnicas del Estado como orientador del desarrollo. En este último caso, a las instituciones –y, principalmente la burocracia estatal que las componen- también se les concedió un papel protagónico en los gobiernos de principios de siglo, pero ya no bajo el criterio de actitud ‘amigable’ con el mercado, sino por su capacidad para aislarse de los intereses particulares sin perder las relaciones colaborativas con los capitalistas. La noción de autonomía enraizada, de exitosa carrera en la Ciencias Sociales, resume este argumento.

Pero, aunque los resultados de las políticas neoliberales fueron muy negativos para el mundo en desarrollo, las recetas neodesarrollistas aplicadas- desarrollo del mercado interno, inversión del Estado en sectores estratégicos, especialmente en la economía del conocimiento, inversión en educación, en I+D+I, entre otras- parecen haber sido insuficientes para garantizar un ciclo largo de desarrollo.

Como ya se mencionó, el retorno de los gobiernos neoliberales apalancados en campañas mediático-judiciales cuidadosamente planificadas, pero también en cierta dificultad para manejar conflictos económicos y políticos asociados al ciclo de desarrollo[19], pone de manifiesto que la autonomía estatal no puede limitarse ni a una capacidad tecno-burocrática, ni al rediseño institucional. Aunque vitales, estos aspectos son insuficientes para el desarrollo sostenido. En otras palabras, la autonomía de la intervención estatal -en cualquiera de sus acepciones-, es imposible sin la capacidad política para manejar los conflictos.

En esta perspectiva, el concepto de capacidad política refiere a la capacidad de cabalgar los acontecimientos para realizar el fin deseado, una manera de vencer el curso de los hechos que escapan a la voluntad del gobernante (Sotelo, 2013). Se asocia entonces,

a la capacidad de conducción estratégica, a la virtud de generar y conducir acciones es una facultad técno-política que puede ser predicada de los gobiernos. Y la capacidad de gobierno puede ser ampliada a través de técnicas y métodos de planificación estratégico situacional[20]. Y esto es imprescindible para ampliar el campo de gobernabilidad en el caso de los proyectos que se plantean transformaciones y objetivos exigentes (Laguado y Sotelo, 2019)

Partir de la idea de capacidad política como la entendemos acá -como herramental para manejar situaciones no planificables, pero previsibles- lleva a poner en otro lugar, por ejemplo, la discusión de las relaciones entre Estado y empresarios. Supone trascender un llamado inocente a la colaboración -y sus implicaciones de concesiones sin contrapartidas- pero también a la ilusión de establecer relaciones jerárquicas con el capital sin esperar fuertes reacciones de la contraparte. En última instancia, la capacidad política se torna en un componente fundamental de los pactos sociales en los procesos de cambio con fuerte intervención estatal.

El concepto necesita aún ser perfeccionado para aprehender y contribuir a la transformación de la realidad latinoamericana. Aunque no tenemos espacio para discutirlo acá, baste mencionar que, para lograr su mayor productividad, éste debería trascender la problemática centrada en el análisis Estado/capitalistas para examinar la conformación de la clase en su relación con el Estado y estudiar las dinámicas de disciplinamiento como variable fundamental en la intervención estatal. Disciplinamiento del capital, pero también de las clases trabajadoras para contener aquellas demandas que puedan trabar o incluso detener el proceso de acumulación[21].

Las recientes derrotas electorales de los gobiernos nacional populares -y muchas de las vicisitudes de su gestión- nos obligan a reflexionar estos temas desde cada particularidad nacional para que un posible retorno al gobierno no los obligue, como ocurrió a principios de siglo, a correr detrás de los acontecimientos.

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[1] Licenciado en Sociología, en Antropología,  especialista en Sociología Económica, M.A en Sociología Política y  Doctor en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires. Autor y compilador de varios libros y artículos sobre políticas sociales, Estado y desarrollo y política comparada de América Latina. Ha sido consultor de diversos organismos internacionales y profesor de diferentes universidades de Latinoamérica. Actualmente es profesor de FLACSO, UNLaM y UNPAZ

[2] En este artículo se retoman argumentos desarrollados en Cao, Laguado y Rey (2015) y en Laguado (2011).

[3] Cfr NSC 5902/1 and Annex B, “General Considerations”, 16 February 1959, NSC 5902/1 (1) folder, box 26, Policy Papers subseries, Office of the Special Assistant for National Security Affairs Records, Eisenhower Library (en adelante, OSANSA) (Cisnesros y Escudé, s/f).

[4] La Comisión Económica para América Latina y el Caribe, fundada en 1948, es el organismo dependiente de la Organización de las Naciones Unidas responsable de promover el desarrollo económico y social de la región.​

[5] La emergencia de este consenso no oblitera que la relación entre Estado y desarrollo sea anterior en algunos países, sobre todo durante la Segunda Guerra Mundial y en los gobiernos nacional populares: Brasil, Argentina, México principalmente.

[6] En realidad son muchos los autores que influyen en el debate regional, como por ejemplo, F. Perroux en lo relacionado a los polos de desarrollo. Pero estas influencias serán indirectas (Furtado, 1888).

[7] A pesar de sus diferencias –que no podemos exponer acá- para estos autores el crecimiento sostenido era el motor del desarrollo equilibrado. Con distintos matices todos coincidían en que éste debía ser un proceso armónico, equilibrado y lineal, hasta que Hirschaman(1961) reordenara el debate.

[8]Sin duda esta interpretación es objeto de disputas teóricas que cuestionan la emergencia de este nuevo bloque hegemónico. Es innecesario aclarar que este proceso tuvo distinta profundidad en los diferentes países de la región. No tenemos espacio para discutirlo acá. Se puede consultar Laguado (2010 y 2011)

[9] Esa era la visión de Hirschman, uno de los teóricos más influyentes de la época que asesoró largos años al gobierno de Colombia. Para él, sólo el Estado estaba en capacidad de generar una serie de desequilibrios secuenciales con inversiones en sectores de riesgo que garantizaran la tasa de ganancia del capital. Estas inversiones y políticas estatales deberían activar a sectores del capital privado que enlazarían su producción vertical y horizontalmente (Hirschman, 1961).

[10] La llamada Teoría de la Dependencia abarcó un sinnúmero de autores latinoamericanos, al extremo que cada país tenía su “representante” en el mundo académico. De todos ellos, la formulación más brillante y con mayor impacto académico fue la de Cardoso y Faletto (1969).

[11] El conocido discurso de Martínez de Hoz se puede consultar en    https://www.youtube.com/watch?v=4sRDwfbOXOY

[12] Friedman apoyó a la dictadura chilena y lideró la formación de sus cuadros (Yaitul, 2011). Hayek viajará a Argentina en 1977 para avalar el plan económico de Videla (Seoane, 2001)

[13] Se podría hablar de un bloque histórico constituido a partir de la crisis del petróleo de 1973, pero esto nos alejaría del objeto central de este texto, que son las ideas sobre Estado y desarrollo en América Latina.

[14] Para el caso de Banco Mundial se puede consultar Vilas (2011).

[15] Williamson las resume en 10 puntos, a saber: 1- Disciplina fiscal; 2- Reordenamiento de las prioridades del gasto público; 3- Reforma impositiva; 4- Liberalización de las tasas de interés; 5- Tasa de cambio competitiva, 6- Liberalización del comercio internacional; 7- Liberalización de la entrada de inversiones extranjeras directas; 8-Privatizaciones; 9- Desregulación y 10- Fortalecimiento del derecho de propiedad.

[16] No tenemos espacio para exponer los postulados del neodesarrollismo, pero se destaca también el papel del Estado en I+D+I dado que el conocimiento es considerado un bien central para el desarrollo. En su versión contemporánea, sin embargo, es muy crítico del exceso de protección que tuvieron los Estados desarrollistas de mediados del S. XX (Cao, Laguado y Rey, 2015: 158).

[17]Apoyo a Mauricio Macri en 2015 y Jair Bolsonaro en 2017.

[18]La misma posición dicotómica se expresa sobre la relación con los trabajadores: aplazar demandas para privilegiar la acumulación, o partir de una supuesta sinergia entre acumulación y reivindicaciones sociales.

[19]Se podría mencionar una larga lista de ejemplos, desde el conflicto con los indígenas amazónicos en Ecuador, con los sindicatos de PDVSA en Venezuela, con los campesinos indígenas en Bolivia, con empleados públicos en Uruguay, con los productores de la Pampa Húmeda en Argentina, entre muchos otras disputas que debieron enfrentaron a los gobiernos nacional populares con los poderes concentrados, pero también con los sectores populares.

[20] La capacidad político-estratégica supone el manejo del conflicto en sus distintas fases -pre-conflicto, conflicto abierto y post-conflicto-, lo que pone en juego la capacidad de previsión o identificación temprana, el análisis de situación, la lectura de las tensiones estructurales que generan las condiciones para el surgimiento, el análisis de los recursos críticos y de la correlación de fuerza, la habilidad de contención haciendo uso de la agenda, el análisis de pertinencia del patrón de estrategia formado, los modos de resolución o manejo positivo a lo largo del tiempo, la recuperación o capitalización de derrotas, entre otros (Laguado y Sotelo, 2019).

[21] El tema de la necesidad de disciplinar al capital ha sido tratado por una vertiente de la historia económica argentina de raigambre estructuralista, con distintos conceptos: cuasi-rentas de privilegio (Notcheff); ámbitos privilegiados de acumulación (Castellani); casillero vacío (Fajnzylber), densidad nacional (Ferrer).  En cambio, otra, cercana al neoliberalismo, ha recurrido a conceptos como ciclos stop and go (Díaz Alejandro, Gerchunoff y Llach) que, implícitamente, refieren a la necesidad de disciplinar al proletariado.